martes, noviembre 18, 2008

Hace un año




Ella tenía 45 años cuando yo nací. Me cuidó siempre. Creo que sólo la cuidé de verdad durante sus últimos 20 días. Esos últimos días me olvidé de trabajo y de hijos y de amores y de mí misma, para estar con ella. Quizás no fue suficiente, pero allí estuvimos juntas y solas, en esos días en los que no habló y no sé si escuchó mis absurdos monólogos que unían recuerdos y cuentos inventados por mí que nunca llegarán a la maestría de sus cuentos inventados. Me preparó para la muerte desde que yo era muy chiquita, una muerte que ella deseó rápida (o fantástica: volar en un platillo volador con los extraterrestres) y tuve que enfrentarla desde ese desgastarse de a poquito que es la agonía. Siempre fui su niña. Sólo en esos últimos momentos ella fue mi niña.
Pero prefiero recordarla así como en la foto, como la mamá que tanto me cuidó, que tanto jugó conmigo y que tanto me quiso. Prefiero ser su niña.

sábado, noviembre 08, 2008

¿Subversivos? Los lectores

(Esta es la ponencia que presenté ayer en el Tercer Encuentro Internacional de Literatura Infantil y Juveni de Valencia. Está larga, pero los interesados en el tema podrán encontrar mi posición sobre el tema LA LITERATURA SUBVERSIVA DESDE LA INFANCIA. Hay una parte bien bonita que es cuando los niños definen las palabras. Sáltense lo demás, si quieren, pero lean eso que de verdad es una joyita)


¿Subversivos? Los lectores
MIREYA TABUAS

1.-¿Temas perturbadores?

Temas perturbadores. El nombre perturba. En seguida temas perturbadores suena a cosa fea, a eso que no se debe decir, que se oculta bajo la alfombra o que se habla bajito para que no oigan los niños. He escrito varias veces sobre esos temas “prohibidos” para la literatura infantil. Y vuelvo y repito de nuevo, que es un problema que preocupa al adulto padre, al adulto maestro, al adulto psicopedagogo. Para el niño ese problema no existe. El mundo está ahí y, si se lo ocultan, seguro lo buscará en esa gaveta secreta, en ese cajón con llave, en ese libro sólo para grandes, en esa película que esconden los padres en el armario, en ese universo que manejan de cabo a rabo que es Internet. Recuerdo que a los 11 o 12 años, mi papá le regaló a mamá un libro que ella calificó como prohibido: “La cándida Eréndida y su abuela desalmada”, de Gabriel García Márquez. El tema de la prostitución y la sexualidad temprana la cohibía y lo escondió. ¿Qué hice yo? Por supuesto que leerlo con fruición e interés, pero eso sí, no con más pasión que la que sentía al leer los libros de los Cinco de Enid Blyton o más tarde Tintín. Todo ello cabía en mi mundo de preadolescente.
Los temas existen. Y les juro que ninguno les ajeno a los muchachos, porque ninguno nos es ajeno a los seres humanos. Ellos hablan de sexo, de drogas, ellos se preguntan por su identidad sexual, ellos tienen temores de enfermedad y muerte, con la misma naturalidad por la que se preguntan por la religión y Dios, por los agujeros negros del espacio o si Goofy es un perro o un lobo.
¿No escribir de homosexualidad en la literatura? Se la preguntará al amigo, ¿no escribir sobre la muerte? Averiguará en aquel libro. Si usted le oculta su cuerpo, seguro que querrá pillarlo a la salida del baño para ver, pero si en cambio, exhibe su desnudez, seguro que le dirá: Tápate papá.
Nuevamente me pregunto ¿por qué a la literatura infantil se le envuelve en una serie de parámetros que no tiene la literatura sin adjetivos? Porque a los niños también se les ponen esas limitaciones y muros. Que algunos de ellos rompen, es cierto, pero que socialmente se les imponen. “Niño: no mires, no toques, eso es caca”.
Gianni Rodari, escritor italiano de literatura infantil, dijo: “Los niños no crecen en un mundo separado del nuestro, en un ghetto o bajo una campana de cristal. Ven la televisión que nosotros vemos, están rodeados de una densa atmósfera de información que es la misma que los adultos respiramos. Los libros destinados a los niños deberían procurar no ser libros fuera del tiempo. No hay ni un solo problema del presente al que los niños no sean sensibles, aunque a veces parezcan distraídos. Los libros para niños de nuestro siglo no pueden aparentar que el siglo no existe y que no transcurre, tumultuoso, a nuestro entorno. Un buen libro para los niños de hoy debe ser un libro que sintonice con el calendario y con sus problemas. Con los niños puede hablarse de todo, siempre que se les pida ayuda para hallar el lenguaje justo para hacerlo”.
Ahora bien, para mí es claro: Los nuevos temas son tan posibles como los viejos temas. El problema sigue siendo si abordamos esos nuevos temas utilizando los viejos esquemas. La posición pedagógica y moralizante sigue para mí siendo igualmente antigua, así el tema que trate sea la amistad, la bondad, la comida sana... o la muerte, la homosexualidad y las drogas. El problema es si el escritor se plantea escribir un cuento para niños “para” -y pongo el para entre comillas- enseñar que debemos ser tolerantes ante la diversidad sexual, “para” mostrar que la muerte y la enfermedad pueden ser experiencias en la infancia, “para” demostrar los peligros de las drogas, “para” que entiendan la realidad del VIH. Estos textos-para, según mi opinión, no son literatura. Puede ser un buen libro para niños, un libro que guste, que enseñe, pero no literatura. La literatura no se plantea como objetivo hacer demostraciones de tesis, y muchas veces en la literatura infantil el planteamiento de estas temáticas novedosas y tabúes, se hace con dos objetivos: una, presentarse en el mercado con la rúbrica de temática nueva, por lo tanto tratar de atrapar a un lector (la compra de un lector) a través de la promoción que sugiere que se aborda algo tabú (y ya sabemos que eso de por sí, atrae a los niños y adolescentes). Pero por otra parte, para no perder el mercado adulto (maestro-padre) el tema se presenta bajo el esquema de la moralidad, de la enseñanza escolar y no de la literatura. Entonces, por ejemplo, un cuento no muestra simplemente a un personaje homosexual al que le ocurre determinado hecho, sino que la historia se plantea en torno al tema de la homosexualidad con una resolución que al final enseñe al niño a reconocer la diversidad. Entonces, insisto, la literatura, en general, no se plantea si hay apertura a tales o cuales temas, por lo que eso no debería ser objeto de discusión en la literatura infantil. Ya sabemos, entonces, que cualquier tema es posible, porque en la vida de esos niños cualquier tema es posible. El centro de atención es cómo abordamos en los libros esos temas para que no sean, para los niños, nuevamente un aula de clases. Queremos que sean el lugar del juego, del alma, de la vida, todo eso que es la literatura. Esos nuevos temas pueden ser sumamente seductores para los nuevos lectores, pero si los abordamos desde una mirada pedagógica, probablemente decepcionemos y frustremos al joven lector. O simplemente se burle de nosotros.

II.- ¿Lectores simples?


La poesía:
Agua: La lluvia azul (Natalia García, 4 años). El jugo del hielo (Mariana Martínez, 7 años). Cejas: Las barbas de los ojos (Alejandro Martínez, 3 años).

La filosofía:
Alma: Un yo, pero invisible (Jaimaryth Daza, 9 años).

La economía:
Dinero: Papel con el que puedes comprar todo menos la familia (Andrés Eloy Aguja, 10 años). Algo que todo el mundo necesita, pero no hay casi (Gabriel Rugeles, 11 años).

La religión:
Dios: Tipo judío y demócrata (Sebastián Guzmán, 9 años). Dicen que creó el mundo, pero a mí no me convence (David Zambrano, 11 años).

La sinceridad:
Amigo: Alguien que te dice "cosa", "cuaima", o cualquier otro sobrenombre y a ti no te importa porque es de cariño (Alejandra Sandoval, 11 años). Una persona a la que le tiras una bombita de agua en la espalda y no te dice nada (Renata Gouveia, 11 años). El que me da un poco de su desayuno en las mañanas (Ekain Berazategui, 11 años).
Papá: Segunda persona importante (Arthur, 10 años). Alguien que llega tarde en la noche (María Verónica Albornoz, 5 años).
Distancia: “Lugar que existe entre yo y mi papá" (Scarlet Casique. 12 años)

El país
Democracia: Algo con pobreza (Gabriel R., 8 años) Una cosa muy delicada (Mauricio Izquierdo, 12 años).
Venezuela: Ciudad de Chávez (Sebastián Guzmán, 9 años). País muy grande y un poco pobre, hace petróleo y eso le da bastante dinero (Manel Reig, 10 años).

Los peligros:
Drogas: Pastillas que sirven para morirte a través del tiempo (Carlos, 9 años). Objeto prohibido a los narcotraficantes y prohibido a los humanos (Andrés Eloy Aguja, 10 años).
Guerra: Matazón de balas (Benjamín Aldana, 9 años). Muerte, sangre, metralletas, cool (Andrés Eloy Aguja, 10 años). Una forma de liberación de estrés (Andrés Núñez, 11 años).

La cotidianidad.
Felicidad: Es quedarme durmiendo todo el día (Jennifer, 8 años). Es lo que siento cuando tomo agua después de los recreos (Ekain Berazategui, 11 años). Es cuando te despiertas y es sábado (José Alberto Romero, 11 años).
Mamá: Alguien que nos da mucho cariño, es de la familia y a veces se pone brava (Clementina Sandoval, 9 años).

La vida:
Amor: Sentir atracción hacia una persona, patineta, deporte o animal (Fernando López, 12 años). Es que mi mamá me haga cariñito (Juan Sebastián de los Ríos, 6 años).
Anciano: Tener arrugas y no comer (Ariana Villar, 8 años). Alguien que está viejo, puede morir y nacer de nuevo (Leonardo Acedo, 5 años).
Muerte: Cuando un ser humano fallece de viejo (Ricardo Chacón, 9 años). Cuando se termina la hora de vivir (George Clapham, 8 años).
Mujer: Una persona para el amor (Zadquiel y Christian, 6 años). Género femenino con dos partes íntimas (Benjamín Aldana, 9 años).
Vida: Es Es como una mandarina, te vas pelando y en el momento que menos te lo esperas chupan tu contenido y mueres (Fernando López, 12 años). Escuchar música comiéndome una hamburguesa en mi cama, leyendo (Jerly Ortiz, 12 años).

¿Escucharon estas definiciones del mundo? Son niños de Catia y de Altamira, de El Valle y Santa Inés, del interior del país, de escuelas públicas y privadas. Niños entre 3 y 13 años. Son parte de un grupo de más de cien muchachos que en 2001 jugó conmigo a hacer un diccionario, cuando los visité en sus centros de estudio. ¿Oyeron sus voces? ¿Vieron que no le temen a las metáforas, pero tampoco se coartan ante esos temas que los papás dudan en abordar?
¿Qué nos enseñan estos niños? La mirada lúdica, original y desacralizada del mundo. La inteligencia y la información que tienen del contexto. El desparpajo, el sentido del humor, la ironía. La poesía.


Todos los temas y todos los lenguajes están en el mundo del niño. Y si en el mundo de estos niños está todo eso ¿por qué no en los libros que leen? Así que mientras reducimos la sexualidad, por ejemplo, a explicarles cómo nacen los bebés, ellos están comentándoles a un amigo sobre los enormes pechos nuevos de su mamá o de los ruidos que salen de los cuartos de los padres. Mientras les decimos que el abuelo se ha ido al cielo, ellos están cuestionando lo inevitable de la muerte. Vuelan más que nosotros, señoras y señores.
Eso sí, lo que creo es que para abordar estos temas “subversivos” (con diez comillas, por favor) se requiere intuición y olfato y eso no aparece en ningún manual. A los estudiantes de los talleres que he dictado a adultos que quieren escribir para niños, les propongo estrategias para quitarse las gríngolas y dejar de pensar que literatura infantil está obligada a incluir mariposas y arco iris a juro. Pero depende de la creatividad de cada quien si logra la magia de la comunicación. Porque literatura subversiva tampoco es sinónimo de éxito ni es ninguna fórmula. La prueba final es el contacto con el niño lector, y sólo el efecto mágico de la palabra escrita dará el veredicto. Puede el texto más simple, más inocente, más “tonto” y menos subversivo llegar de una forma más sincera a los niños, que el más irreverente. Puede haber una irreverencia que sea tan falsa que los niños la sientan ajena y torpe. Creo que lo que está en juego entonces es otra cosa: La calidad literaria. Es en la calidad en lo que debemos pensar.
Alguna vez alguien me ha acusado de autora subversiva y creo que no lo soy. Me he quedado corta en todos mis textos. Subversivos son ellos, los lectores.

miércoles, noviembre 05, 2008

capicúa

Hoy cumplo una edad capicúa. Siempre me han gustado los números que se repiten a sí mismos, que se leen de atrás hacia adelante, al revés y al derecho. En mí no han sido los números redondos: 10-20-30-40..., sino los capicúas los que han movido ciclos. Son números escasos, que ocurren cada once años. Espero que éste, mi cuarto capicúa, dé marcha definitiva a una deuda que tengo conmigo misma: la palabra escrita.

miércoles, octubre 29, 2008

Abba

No sabía bailar. Entonces Abba era la salvación de mis fiestas de catorce años. Ponían en el equipo de sonido con las cornetotas Voulez Vous o Dancing Queen y al menos sabía que había alguna oportunidad de bailar aunque fuese una sola pieza con aquel muchacho que me gustaba, el que se parecía tanto a John Travolta. Más que bailar, era pegar brincos uno al lado del otro y sin tocarnos, porque tampoco era yo de las que daban volteretas como en Grease. Claro, que inmediatamente cambiaban a Oscar D'León, Willy Colón o Rubén Blades y ya me sabía condenada a la silla o a hablar con la mamá del cumpleañero o a sumergirme en el maldito balcon donde podía escapar de mis torpezas para cantar bajito Pedro Navaja o El gran Varón, sintiéndome tan miserable por tener gusto musical latino pero pies y caderas de los países bajos. Y entonces, otra vez Abba salía a mi rescate cuando el tocadiscos rasguñaba las primeras notas de Chiquitita. La oportunidad era entonces mía, porque si algo siempre he sabido bailar es lento, pegadísimo y acaricioso. En esa, mi especialidad, no pisaba pies ni desentonaba ni me movía a destiempo y sin ritmo. En la música lenta yo podía ser la reina de las fiestas de todos los apartamentos de Chacao. Pero eso sólo podía ocurrir si la imponente danzarina salsona de turno no se acaparaba a mi travoltica venezolano por toda la noche, con su boca junto a su oído y su busto grande dispuesto al roce sin disimulo. Pero entonces si la celia cruz quinceañera se instalaba a comerse lentamente a mi amado (cosa que casi siempre era de cajón, después de una buena dosis de salsa brava), Abba le daba la dosis de cariñito perfecta para convertir en romance un asunto que en otras circunstancias tendría más de mete y saca. Y mientras la diversión ocurría en el rincón mínimo que ocupaban sus cuerpos, CHiquitita hacía otra cosa conmigo: Así como podría haber sido mi tabla de salvación si el galán hubiese mirado a otro sitio que no fuese el culo de su pareja, la pajuísima cancioncita era la salvadora de otros torpes, como yo, incapaces de mover un pie y después otro durante el resto de la noche. Con mi galán hipnotizado por una lupe liceísta que le restregaba el bollito sabroso, y ante mi soledad y evidente regreso al balcón (o a la conversación con la mamá, que era peor), siempre llegaba alguno, con quien nadie quería bailar porque mírale la camisa con todos los botones amarrados, a buscar su ratico de pegadera y calor del sexo opuesto. Y si la nostalgia de un abrazo era grande, yo accedía a la pieza, más con la cabeza en otra parte, y más pegada del cuello que de la cadera del compañero de baile, que la totona no estaba para encuentros cercanos. Bailar pegado tiene acceso restringido y no hay pases de cortesía. Entonces lo único que esperaba era que terminara de una vez Chiquitita y otra vez Abba me salvara con Mamma Mía o Money, money, money para despedir al sudoroso indeseado que se desvivía por abrazar más fuerte. Entonces me ponía a saltar, saltar y saltar sin ritmo, camuflada entre las parejas, hasta que se me olvidara la noche.


(a propósito de meryl streep en Mamma Mía)

sábado, octubre 25, 2008

Parejas XXVIII. un perro.

ella está tranquila en su casa.Que si el almuerzo, que si la peliculita de disney en el dvd con los nietos para que los hijos puedan ir a otra película que no sea de muñequitos y tomarse un trago, que si el excesivo trabajo que debe montarse encima para tener una generosa quincena, porque no quiere verse con otras cincuentonas jubiladas tempranamente que vegetan en la urbanización, pasean perros, hacen inútilmente taichí para bajar la panza y están faltas de hombre. Ella no tiene perro, pero como las demás, tampoco tiene un papito lindo ¿quieres café? en las mañanas. Los hombres son una historia del pasado, su último matrimonio aún descolgado en la legalidad, murió sexualmente -con algunos deslices que no cuentan-hace un lustro. No quedan más ataduras que algunos bienes compartidos que ninguno de los dos se han atrevido a pelearse nunca. Son amigos. Al menos ella dice eso, no como las demás señoras de la urbanización que viven divulgando las fechorías de sus respectivos ex y que no les hablan en los cumpleaños de la prole. En eso ella no se parece a las otras, como tampoco se parece la sala de su apartamento a la de esas doñas que almacenan recuerditos de bautizos y comuniones. En su sala están sus libros de ensayo político y los de él de economía, sus discos de rock y los de él de salsa, sus fotos y ya no más las de él, porque tampoco le gusta eso del culto al pasado. Suelen almorzar juntos dos o tres veces por semana, casi siempre con los hijos, casi nunca con los nietos que comen antes porque joden demasiado y se van a jugar al patio con los vecinitos. Diríase que su vida es tranquila, no lo odia a él, porque es una mujer inteligente, madura y ocupadísima en sus propios menesteres y está consciente de que jamás podrían vivir juntos y que todo es más bello así, en esa armonía diplomática de gente formada en la universidad y que arrastra la apertura de los años sesenta. Sólo algo la atormenta y sabe que se le descalabra el mundo cuando ocurre y es esa atadura no racional que tiene con él. No lo calcula ni lo prevé, pero de pronto, mientras está de compras en el supermercado o corrigiendo exámenes o manejando su impecable carrito amarillo, le viene el pensamiento: en este preciso instante ese guevón se está tirando a una carajita. Y el pensamiento no le viene del cerebro. Es la totona la que le está hablando. Su vieja y sabia totona, esa que tanto ha vivido, que tanto ha gozado y que tan bien lo conoce a él. Su totona pitonisa que lee en una bola de cristal imaginaria -bola tenía que ser- todo lo que esta haciendo él y se lo dice, la muy chismosa, con pelos y señales, como si tuviese un walkie talkie conectado con él. Por supuesto que ella se lo preguntará a él más tarde, para confirmar, él lo negará: somos amigos, si hubiese una mujer te lo diría, pero la totona metecasquillos le seguirá revelando, celosa, todos los usos que él le ha dado al falo aún firme que fue su compañero por años. La totona huele ese olor distinto en sus dedos y, detectivesca, reconoce marcas nuevas en la piel y ese sonido distinto del celular con ese pop ochentoso que él detestaba hasta ayer. Ella sabe que él no le dice nada para protegerla de una felicidad que no le pertenece y se lo agradece, pero la totona le tira puntas, la hace sentirse desgraciada y tan balurda como las otras mujeres que califican de putas a las novias jovencitas de los exmaridos mientras sus perros hacen pupucitos hediondos que deben recoger con una bolsita para que no las multe la policía. La señora no quiere oir a la totona, porque le parece estar oyendo a sus vecinas cuando maldicen la vida mientras el perro echa una meadita, porque ella está muy bien así como está y con excepción de las demandas que la totona sedienta e insaciable siempre reclama, la vida tal como está es demasiado rica: sus paseos al Avila, sus viajes anuales a Europa, sus análisis de la conflictiva política local que siempre aplauden en los congresos, el coqueteo con el tipo extranjero por Internet. Pero la totona la atormenta, se humedece la muy coño de madre además -como si se gobernara sola- le recuerda aquellos buenos tiempos en los que el goce era diario y el paraíso sonaba a eterno. Te echaré agua fría, amenaza a la vagina histérica, como si pudiera discapacitarla tan fácil como se desinfla un pene. Y por culpa de esa bruja que todo lo sabe -porque siempre acierta la maldita- le brotan los demonios y siente que sólo le falta una cosa para parecerse a todas esas mujeres que han escoñetado su vida mortificándose por lo que no están viviendo: un perro.
pero no se lo va a comprar.